Provincia de Salta: gritos en la noche Todos, alguna vez, hemos oído hablar del “yeti” o “abominable hombre de las nieves”, ese desagradable bípedo peludo, de unos dos metros promedio de altura, cubierto por duras cerdas rojizas y que, despidiendo un olor fétido, se entretiene en sembrar las nieves del Himalaya con sus huellas, o hacer fugaces apariciones asustando a desprevenidos pastores mientras se alimenta con los ojos y testículos de bueyes solitarios que ataca, a los cuales mata de un formidable golpe de puño en la testa.
Desde su primera aparición oficial ante una expedición franco-suiza en enero de 1919, cuando las ya remotas leyendas tibetanas –que hablan, no ya de uno, sino de familias de yetis, las cuales se pasean desde las sombras del pasado– ganaron la opinión pública, ésta se dividió en dos bandos irreconciliables. Al igual que lo que pasara con el mucho más publicitado monstruo de Loch Ness –lago escocés que albergaría algunos bichos parecidos a plesiosaurios antediluvianos a quienes los lugareños apodaron cariñosamente “Nessies”– quienes defendían la hipótesis de su existencia llevaron, durante decenios, las de perder. En las últimas dos décadas, con sobrados elementos tecnológicos a nuestro favor (y digo “nuestro” porque, mea culpa, yo soy uno de los delirantes que afirma su existencia) y con otro paradigma en la mentalidad de algunos popes científicos, las pruebas a favor de la existencia de ambos crecieron hasta límites insdospechados, si bien en esta cuestión, en honor a la verdad, no existe límite alguno. En la actualidad, Nessie prácticamente figura en las enciclopedias de historia natural, y en cualquier momento uno de los grandes zoológicos del mundo tendrá un yeti haciendo monerías dentro de una jaula.
Este último, cuyo nombre deriva de las palabras en idioma nepalés “yeh” (“bestia salvaje”) y “teh” (lugar rocoso), tiene –o tuvo– desde las más remotas memorias autóctonas y hasta 1955 o 1956, su réplica en la provincia argentina de Salta, en toda la región de Tolar Grande –más concretamente en los alrededores de los pueblos de Tolar Grande, Caipe, Quebrada de Agua Chuya, las cercanías del Salar de Arizaro, Morro del Pilar, Qutilipi, Chicoana y Socompa– la que se vio estremecida, en principio, por las apariciones de extraños artefactos luminosos en el cielo que luego de evolucionar sobre los poblados parecían descender en las montañas. A fines de 1955, el fragor de una violenta explosión repercutió en la zona de Tolar Grande. La misma fue atribuída por los lugareños al choque de una presunta nave espacial contra el nevado Macón, que elloshabían visto sobrevolar en distintas oportunidades por sus alrededores. Posteriormente, fueron hallados restos metálicos en las laderas del cerro, y el 13 de abril de 1956 nuevamente fueron observados, durante todo el día, raros objetos en el Salar de Arizaro. Integrantes de un campamento de la Dirección de Vialidad y miembros de Gendarmería Nacional Argentina fueron testigos. Los últimos, obtuvieron fotografías.
Aún más; un comunicado oficial hecho público por Gendarmería ratificó el suceso: se trataría de aeronaves que tendrían ¡trescientos metros de largo por cincuenta de ancho!, y cilíndricas. Su color era metálico. Cerca del extremo delantero podía observarse una franja oscura. No presentaban los planos de sustentación de las alas ni timones de profundidad y deriva, lo que no les impidió efectuar bruscos y escarpados virajes. Cientos de metros detrás de ellos se formó una columna de humo que permaneció cuatro horas en el aire.
En enero del año siguiente, luego de escalar el Macón, regresó la expedición del doctor José Cerato. Éste relató que al llegar a la cima del macizo, encontraron “rastros muy similares a los que podrían dejar máquinas muy pesadas, de base plana, que hubieran aterrizado ahí”.
Unos meses antes, en julio, el geólogo polaco Claudio Level Spitch, indiscutida autoridad en minerales radiactivos, mientras cumplimentaba una misión de su especialidad en el mismo cerro, había descubierto huellas de un ser bípedo, a más de 5700 metros de altura, de aproximadamente cuarenta centímetros de longitud cada una. Spitch, al formular declaraciones al periódico El Tribuno, destacó la extraña similitud de su hallazgo con las marcas dejadas por el Yeti en el Tibet. “Las huellas determinadas en la cumbre del imponente Macón exceden toda posibilidad humana”, remarcó el científico.
Informantes oficiosos afirmaron también haber observado huellas de características humanas pero de proporciones gigantescas, tanto en las heladas arenas del cerro como en sus propias pampas de nieve.
Ellas aparecieron con mayor nitidez en dos oportunidades: la primera cuando se produjo la comentada conmoción en una de sus laderas, y la segunda a pocas semanas de la incursión de los “cigarros voladores”.
En esos días, el arriero Ernesto Salitonlay se encontró en una hondonada con “un extraño ser cubierto por espesa pelambre” el cual al verlo profirió agudos gritos. Los animales que llevaba se asustaron tanto ante tan singular presencia, que parecía un ágil y enorme mono que sin pensarlo dos veces el arriero abrió fuego contra él con su rifle, y aunque no dio en el blanco logró ponerlo en fuga. Se presentó luego al destacamento policial de Quebrada de Agua Chuya, iniciándose una investigación.
A mediados de agosto, el minero Benigno Hoyo (aunque parezca un chiste: no hay mejor apellido para un minero que ése) recorría la zona de Quitilipi en busca de minerales, en las cercanías del Morro del Pilar, pero lo sorprendió la noche y para colmo debía soportar una inesperada tormenta de nieve, decidiéndose entonces a buscar refugio en una caverna. Allí tuvo la sorpresa de su vida: un ignoto “ser de gran tamaño, comparable con un oso”, lo acechaba desde la oscuridad. Asustado, disparó el arma que llevaba consigo, escuchando desgarradores lamentos que le dieron la presunción de haber hecho impacto.
En la región andina donde se desarrollaron estos sucesos no hay monos ni osos. Se trata, pues, del “ukamar zupai”, como lo llaman los kollas que habitan esas soledades. La descripción que éstos hacen del mismo es semejante a la de los aborígenes tibetanos respecto de su Yeti. Presenta silueta humana, aunque cubierta de pelos; su cabeza es curiosamente puntiaguda, camina verticalmente sobre dos miembros como un hombre, pero al correr proyecta su cuerpo hacia delante a la manera de los osos; al verse descubierto emite chillidos discordantes y a veces lanza indescriptibles lamentos humanos.
Los nativos de los pueblos montañeses escuchaban en esa época, durante el crepúsculo y con el lógico temor, gritos de fuerte resonancia. Entre las peñas, donde abundan los cóndores y águilas de la Puna de Atacama, solían encontrarse pájaros muertos o malheridos, con sus nidos saqueados.
En una expedición arqueológica organizada por el Club Andino del Norte en colaboración con la Universidad del Tucumán se hallaron, al norte del Salar de Arizaro, los cadáveres semidevorados de una especie de “cabra de cuatro cuernos”, raza tan extraña casi como las nuevas huellas gigantescas descubiertas.
A diferencia del Yeti tibetano, el Ukamar Zupai (“diablo de las peñas”, traducido literalmente) salteño, al menos aparentemente, ha desaparecido en la actualidad. Sin embargo, aisladamente, en otras oportunidades y en distintas regiones fueron vistos extraños seres de este tipo.
A esta altura cabe acotar algunas reflexiones: ¿qué interpretación podemos darle a estas casi fantasmagóricas apariciones?. ¿Tripulantes de naves extraterrestres?. ¿Residuos perdidos de antiquísimas etnias?. Quién sabe...
Y toda la región que nos ocupa –es decir, noroeste de Argentina, compuesto por las provincias de Jujuy, Salta, Santiago del Estero, Tucumán y Catamarca, La Rioja, norte de Chile y sur de Bolivia– tiene una antigua tradición “platillista” que se remonta a los tiempos en que los incas dominaban la zona. Quizás todo comenzó allá, a principios de nuestra era, cuando los incas sobrevivientes del combate de Uspallata contra las patrióticas tribus huarpes observaron –al regresar derrotados a su impero– extrañas esferas de fuego bajo el cielo, que creen señal de congratulación de Inti Viracocha, el dios Sol, con su fracaso.
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